Le arranqué de cuajo el nombre
y la arrojé contra los muros del
arrojo,
los que separan lo íntimo de lo
habitual.
Luego me lancé de cuerpo entero.
El otoño de ahí fuera
mandó caerse a las hojas de nuestras
ropas
y ambos decidimos que debíamos
florecer.
Temí por que a ese ritmo
se agotara todo el aire de la
habitación,
así que abrí de par en par el
desenfreno
dejando entrar un chute de aire
cotidiano de ciudad
mientras ella me dejaba entrar a
bocanadas.
El vello se erizó para decir aquí
estoy yo,
alguien prendió la música y el
baile fue infinito
hasta que acabó.
Se oyó el mar desde la caracola
de su oreja
y yo creo que me negué a
descolgar.
Le repuse el nombre.
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