lunes, 7 de julio de 2014

Querido diario

Querido diario, tendrás que volver a perdonarme. Sé que varias hojas atrás te prometí que no volvería a hacerlo, pero ya sabes que es uno de mis puntos débiles: no lo puedo evitar. Pensarás que últimamente sólo acudo a ti para soltar lastre y contarte estas desgracias, pero al fin y al cabo estás para esto.
En fin, no creo que nadie pueda acusarme de nada. Lo llevé a cabo al final del último servicio, cuando aquel tipo se quedó solo tras despedirse de quien parecía su amigo, justo una parada antes del final de línea. Para cuando entré en cochera, el vehículo estaba totalmente limpio. Con lo que más tuve que esforzarme fue con los restos de sangre de la ventanilla. No me quedó más remedio que fregarlo todo con las luces del autobús apagadas, aparcado tras la fábrica abandonada que aún se mantiene en pie al final del polígono industrial del puerto. Estoy sin embargo casi seguro de que a plena luz del día tampoco se apreciará nada. Es más, con un poco de suerte la brigada de limpieza habrá pasado por mi vehículo antes de que amanezca y entonces ya sí que no habrá vuelta atrás. Las manchas de pisadas, las huellas dactilares en las barras de sujeción y el cóctel de olores de los nuevos usuarios, a medio camino entre el perfume y el sudor, proporcionarán la coartada perfecta para este nuevo ajuste de cuentas.
¿El cuerpo? Donde los tres anteriores. Al paso que van las obras en este país, los crímenes habrán prescrito para cuando alguien decida meter excavadora en esos cimientos.
Lo sé: no debería abusar de mi suerte, pero sabes que no lo puedo evitar. Que sí, tal vez algún día me pillen, ¿pero qué puedo hacer yo? Para mí es importante, muy importante, y la gente no lo entiende. Unos y otros no dejan de traspasar una y otra vez la delgada línea que divide las conversaciones privadas, en las que sé que no debería meterme, de los temas importantes y que afectan a todo el mundo. ¡Y qué demonios!, hay cuestiones que no se deben tratar en público y mucho menos en un autobús atestado de pasajeros. ¿Qué osadía la suya!
Sé también que es la segunda vez que me pasa en lo que llevamos de mes, pero había estado bastante calmado estos últimos tiempos, desde el verano si no recuerdo mal. En efecto, fue la noche del tres de julio. Es cierto, querido diario, esa vez no te la conté. Pero es que me dio mucha vergüenza y no me apeteció dar detalles.
En aquella ocasión no estaba trabajando. Era sábado e iba caminado por el bulevar. En las manos llevaba cuatro bolsas, pues había pasado toda la tarde de compras con Juani. Nos despedimos y yo me dirigí al metro, con tan mala suerte que en un semáforo en rojo se detuvo a mi lado una chica joven que iba conversando por teléfono. Enseguida intuí de lo que estaba hablando y, desesperado, intenté huir del lugar. Pero al mirar a un lado y a otro para buscar una salida rápida y disimulada, me encontré con que la gente se había agolpado a mi alrededor. Con lo que me gustan, estoy empezando a odiar las rebajas precisamente por la cantidad de gente que inunda las calles. En fin, que no di con ninguna escapatoria eficaz. El único sitio por donde podía escabullirme era hacia adelante, pero los coches que pasaban como centellas lo desaconsejaban.
Habiéndose producido lo inevitable no tuve más remedio que seguir a la chica. Afortunadamente no fue muy lejos. Aprovechando que seguía colgada del móvil y su atención estaba algo distraída, la perseguí bien de cerca. Siete manzanas después dobló hacia un callejón, se despidió efusivamente de su interlocutor y buscó las llaves dentro de su bolso. Yo reduje la marcha; no quería que notase mi presencia. La calle, demasiado oscura y deshabitada para mi gusto, me valió esa vez para llevar a cabo mi plan. En cuanto oí el clic de la llave accionado la cerradura corrí y me abalancé sobre ella para empujarla, puerta y todo, hacia el interior de la portería. Entre el estruendo caímos rodando al suelo, la luz interna por suerte aún apagada, y mis manos agarraron el joven cuello con la fuerza con que acostumbran a asir el volante del autobús. Fue rápido y por fortuna inadvertido. Los vecinos debían de estar aún de compras, qué sé yo, y pude salir de aquel portal con la sensación de que se había hecho justicia nuevamente.
Es la misma sensación con que he llegado esta noche a casa tras acabar mi turno. El sentimiento de que un acto así no debe quedar impune, de que la gente no puede andar por ahí haciendo lo que le viene en gana. ¿Qué pasa, que porque sólo sea el conductor del autobús no tengo sentimientos? Pues sí los tengo, a mí también me molesta que la gente me revele los finales de mis series favoritas.