Estaba de viaje y empecé
a sangrar en inglés. No sabía muy bien por qué y en mitad del primer vertido pensé
en cambiar de idioma, pero enseguida decidí seguir tal cual había comenzado. Al
fin y al cabo me encontraba en su tierra, yacía sobre su asfalto y me parecía
una falta de respeto sangrar en español sabiendo como sabía hacerlo en la
lengua oriunda de aquel lugar, de aquella gente. A nadie le gustaría que
viniera otro de fuera a regar el paso de peatones de su barrio con una sangre
ininteligible para el miembro del servicio municipal de limpieza que iba a
tener que traducirla a manguerazos, así que creí, pienso que con buen criterio,
que debía continuar sangrando en inglés.
Mi plasma de origen latino parecía dominar
perfectamente el idioma de allí. Siguió la flecha pintada en el suelo e hizo
caso a la inscripción que lo exhortaba a mirar hacia la derecha. Look Right decía, y el reguero de sangre
comenzó a dirigirse en dirección al Támesis, tal vez pensando que si lograba
alcanzar sus aguas y nadar en inglés podría recorrerlo hasta su desembocadura.
Si los glóbulos rojos se agarraban de las manos los unos de los otros,
exactamente igual que lo hicieran sus primos lejanos protagonistas de unos
famosos y didácticos dibujos animados que recordaba de mi niñez, lograrían
crear una mancha roja oscura que “surfearía” sobre la superficie fluvial.
Quizás si las gotas tenían la precaución de no separarse y no dejarse engatusar
por sus semejantes de agua marrón del resto del caudal que, usando la mezcla de
acentos que habían ido recogiendo por todos los pueblos y ciudades por las que
habían transitado en peregrinación de oeste a este, intentarían a buen seguro
camelarlas, tal vez así llegarían a la desembocadura. Una vez en el mar, y si
con un poco de suerte lograban alcanzar aguas internacionales sin ser
descubiertas, hallarían en modo de bordear el litoral francés y arribar en
cualquier punto de la costa cantábrica. De ahí a casa iba a ser ya coser y
cantar canciones en español.
Pero no pudo ser. Posiblemente fuera mi culpa.
Quizás el caudal de mi roja verborrea no fuera suficiente como para alcanzar el
río y se fue drenando palabra a palabra en las hendiduras del mal asfaltado
pavimento londinense. No era el momento de echarles nada en cara a las autoridades
municipales. Estoy convencido de que si el alcalde hubiera sabido de la
necesitad que tenía mi sangre de, cabalgando a lomos de su apreciada lengua
vehicular, abrazarse con el agua del río más importante que atraviesa su
ciudad, habría dispuesto todos los medios a su alcance para que el concejal de
urbanismo hubiera mandado alisar el terreno y darle la pendiente adecuada.
Acaso modificar el recorrido del propio Támesis hasta encauzarlo por la calle
contigua a mi accidente si lo hubiese creído necesario.
Y decúbito lateral entendí en ese momento que mi
esfuerzo lingüístico estaba siendo en vano. Los colores siempre se saltan las
leyes internacionales y las normas gramaticales establecidas por cualquier
académico para significar lo que les venga en gana, y resulta que el rojo
latino alarma prácticamente igual que el red
anglosajón. La señal de peligro con que mi cerebro tiñó el paso de cebra la
comprendió perfectamente el taxista cuyo negro y vetusto vehículo acababa de
pasar por encima de mí segundos atrás, y así la expuso a quien quiera que
estuviese al otro lado del teléfono móvil que le acariciaba la oreja cuando
abrió la puerta derecha del automóvil.
No puedo culpar al pobre black cab. Desde ahí abajo, tan cerca de la rueda delantera izquierda,
no pude atisbar fallo alguno en sus pastillas de freno. Es más, me atrevo a
asegurar que aquel infeliz coche no había hecho más que cumplir órdenes, como
venía haciendo desde hacía más de cuarenta años.
¿Entonces? ¿Había sido culpa del taxista? No estaba
dispuesto a pronunciar ni una sola gota de mi sangre para insinuar algo así. No
me parecería justo para con alguien que lo más que pudo hacer fue frenar de
golpe cuando vio como un recipiente de sangre sin abrir, con forma de turista
despistado, cruzaba Oxford Street a la altura de Regent Street. Utilizando un
paso de peatones, eso sí, pero con la figura premonitoria de un muñequito en
rojo iluminándose en la acera de enfrente para alertar a los incautos y tras
haber mirado para el lado equivocado, el mismo lado al que acostumbraba a mirar
cuando Orford Street era el Passeig de Gràcia y Regent Street la Gran Via de
les Corts Catalanes.