Confieso que el portátil me
asediaba
con preguntas retóricas de
escuela:
que sí, que no, que omite, que
cancela.
Me arrojaba piropos, luego lava.
El mundo visto desde una ventana
minimizaba mi anchura de miras,
mis ojos se quemaban en la piras
prendidas de aquella pantalla plana.
Estuve más loco que una macabra
broma, y si me salté todas las
reglas
fue por no convertirlas al islam.
Hoy ya no le dirijo la palabra
por no tocarle con rabia las
teclas,
ya no me guiña el ojo su webcam.