Ruidos, gritos y golpes.
Persecuciones y estallidos de distintas magnitudes. Algún que otro disparo,
casi todos lejanos, rugidos de motores en desesperada aceleración o frenazos
repentinos conformaban la banda sonora de aquella noche. A decir verdad, la
cosa se estaba poniendo muy fea ahí fuera, pero yo actuaba como si aquello no
fuera conmigo.
En esa actitud indolente debí
permanecer varias horas hasta que alguien llamó a la puerta. Fueron unos golpes
secos de nudillo, tan seguidos y enérgicos que me arrancaron del letargo en el
que me encontraba sumido. Al principio no reaccioné más que quedándome mirando fijamente
a la puerta, pero a los pocos segundos supe que debía hacer algo. Me incorporé
del sillón desvencijado en el que me había desplomado quién sabe cuántas horas
atrás y me dirigí no a la puerta, sino a la ventana que flanqueaba la entrada
de la casa. Con la mano aún manchada de sangre corrí el suficiente trozo de
cortina que me permitiera ver sin ser visto. Un rojo escandaloso impregnó el
visillo con mis huellas dactilares mientras yo me preguntaba si la sangre me
pertenecía o no.
Desde aquél ángulo, tan muerto como
el resto de los presentes en el salón, no conseguía ver quién era el que había
llamado, así que pegué la mejilla derecha al gélido cristal y traté de dirigir
la mirada todo lo que pude hacia el umbral de la puerta. No logré ver más que un
roñoso felpudo y, sobre él, dos enormes ratas que a priori me parecieron
incapaces de llamar intencionadamente a la puerta.
Una presencia al otro lado del
cristal hizo que diera un respingo y me apartara de golpe de la ventana. Del
mismo susto caí de espaldas y me golpeé la nuca con el respaldo de una silla,
pero aquella situación no aconsejaba un desmayo, así que tuve que conformarme
con rascarme repetidas veces la cabeza y aguardar a la salida del chichón.
Aquellos ojos me miraron
fijamente y de un modo extraño. Pensé que si no me movía tal vez no notarían mi
presencia, pero aquella mujer poco tenía que ver con un Tiranosaurio Rex y no
parecía dispuesta a apartar la vista de los míos.
Sin embargo lo extraño es que en
ningún momento sentí miedo. La situación era tensa y la ansiedad por no saber
qué estaba pasando ahí fuera pudo llegar a alterarme y quién sabe si a cometer
alguna locura, pero en el fondo estaba bastante tranquilo. Sí, es cierto que
allí dentro había víctimas, pero yo no las conocía. Había entrado en esa casa casi
por casualidad aprovechando que la puerta estaba entreabierta y una vez allí me
encontré el percal. Los gritos se oían incluso con las ventanillas del coche
subidas cuando el semáforo que había frente a la casa me mandó detenerme. Y sabe
dios que traté de socorrer a todos los que pude, que intenté detener las
hemorragias de algunos de ellos y que no decidí usar mi navaja suiza para
quitarles la vida hasta que no se pusieron realmente agresivos conmigo. Fue
defensa propia y no me arrepiento de ello.
Sonó el teléfono de aquella sala
y me abalancé contra la mesita de cristal sobre la que descansaba.
Evidentemente no preguntaban por mí, pero no me atreví ni a identificarme, ni a
delatarme ni por supuesto a dar detalles de la situación en que se encontraban
en aquellos momentos los que parecían ser sus seres queridos. No se pueden
poner, me limité a responder para no faltar a la verdad. No, se lo agradezco,
pero no se preocupe por mí. Yo estoy bien y todo esto pasará muy pronto. Mañana
tengo que ir a trabajar, con lo que como muy tarde a las siete y diez de la
mañana me sonará el despertador. No estoy bromeando, señora, mañana tengo una
reunión muy importante. Señora, le agradezco sus consejos, pero no pienso huir
a ninguna parte, no creo que tengamos que ponernos nerviosos a estas alturas. Por
favor acuéstese, que es muy tarde y debe de estar cansada. Está bien, que dios
le proteja a usted también.
Enfrascado como estaba en la
conversación telefónica no debí darme cuenta del estallido de los cristales de
la ventana y justo al colgar el auricular noté un dolor intenso en el muslo. Me
pareció como el mordisco de un perro, pero cuando me di la vuelta y me miré la
pierna vi de nuevo aquellos ojos de mirada inexplicable en el lugar en que
debían estar los del can. Genial, me dije, esto me ayudará a despertar por fin
de esta larga pesadilla.
Y mientras aguardaba
pacientemente a que aquel zombie en quien no creía terminara con mi pierna
derecha y se pasara a la otra empecé a dudar de si aquello era un producto de
mi imaginación o no. ¿Qué hora debía ser en la paz de mi habitación? Y por
primera vez comencé a sentir algo de miedo e incertidumbre y deseé que para las
siete y diez quedara todavía algo de mí si es que aquello no era realmente un
mal sueño.