domingo, 26 de enero de 2014

De cuajo el nombre

Le arranqué de cuajo el nombre
y la arrojé contra los muros del arrojo,
los que separan lo íntimo de lo habitual.
Luego me lancé de cuerpo entero.

El otoño de ahí fuera
mandó caerse a las hojas de nuestras ropas
y ambos decidimos que debíamos florecer.

Temí por que a ese ritmo
se agotara todo el aire de la habitación,
así que abrí de par en par el desenfreno
dejando entrar un chute de aire cotidiano de ciudad
mientras ella me dejaba entrar a bocanadas.

El vello se erizó para decir aquí estoy yo,
alguien prendió la música y el baile fue infinito
hasta que acabó.

Se oyó el mar desde la caracola de su oreja
y yo creo que me negué a descolgar.

Le repuse el nombre.

domingo, 12 de enero de 2014

No me caso con nadie

No me caso con nadie a no ser que
ese alguien me adore más que a ella misma
y se parezca a quien yo me acerqué
de viva voz para abrirnos la crisma.

No me declaro a nadie que no vuele
con alas propias y que me las preste
mientras crecen las nuestras, porque suele
costar la pena valga lo que cueste.

No me pienso entregar en sexo y alma
a alguna si esa alguna no me ensalma
los huesos dislocados de mi ensueño.

O apareces o con nadie me caso.
Respóndeme que sí, ¿o es que acaso
no ves que soy fruto de tu diseño?

domingo, 5 de enero de 2014

Sobre el respaldo

¿Y sentarse en un banco sobre el respaldo, con los pies en el asiento? En efecto, ése era uno de los pasatiempos más frecuentes. Con la mirada perdida a lo lejos, sentarse a esperar a que llegaran los amigos del barrio con los que habían quedado a una hora indeterminada o con quienes ni siquiera habían quedado. Se sabía simplemente que aquél era el lugar de encuentro y que en algún momento de la tarde alguien se pasaría por allí y se detendría a saludar. Tal vez tuvieran prisa, deberes por hacer o la cena puesta en la mesa, pero acabarían quedándose hasta que algún hermano o vecino les trajera el informe materno acerca de lo que les pasaría si no volvían pronto a casa.
El respaldo del banco, frío y afilado como la hoja de un sable, iba poco a poco llenándose de culos de niño como los cables de teléfono se llenaban de patas de pájaros que, al igual que ellos, habían decidido pasar allí la tarde. El banco, normalmente mutilado por alguno de sus extremos y en cuya piel, pintada de un verde desesperanza, podían leerse los tatuajes que algún adolescente había dedicado a su novieta o que algún gamberro había dedicado a su peor enemigo de entonces, solía guardar celosamente las confidencias de cualquier miembro del grupo. Las intensas tertulias futbolísticas, en las que solía irles la vida, acababan a menudo en bronca de rápido efecto cicatrizante.
Si el aforo de la segunda gradería se iba llenando, había quien solicitaba la posibilidad de sentarse del modo en que lo hacían los mayores, es decir reposando las nalgas sobre el asiento previamente pisando por un número indeterminado de “bambas”, que normalmente coincidía con el resultado de multiplicar por dos los amigos que estaban o habían estados sentados sobre el respaldar. De todos modos, las víctimas de aquel overbooking doméstico preferían la opción de quedarse de pie toda la tarde. Sentarse en la fila de abajo, además de contraproducente para la culera del pantalón, solía traer como consecuencia la recepción de collejas anónimas o el entierro entre cáscaras de las pipas que los integrantes del palco VIP consumían cual cacatúas.
Era por lo tanto mucho más adecuado permanecer en pie, aguardando simplemente al acecho a que alguno se levantara por incauto o porque hambriento tenía pensado acudir a la tienda de chucherías. Era el momento en que cualquier niño de barrio sabía que debía abalanzarse hacia el hueco que su amigo había dejado libre. Si por alguna razón alguien se adelantaba, el derrotado debía dejar claro que no estaba interesando en el puesto. Era hora de sacar orgullo de barrio.
Y en esa misma posición, cincuenta años después y en condiciones tal vez distintas, volvió a encontrarse. Era domingo, un día en que la gente se libera del corsé de la semana, así que decidió que sería un buen momento para conectar con el niño que aún le habitaba dentro. Puso el pie derecho en el asiento y su zapato de persona adulta dejó una marca. Se alzó y colocó su trasero en el borde del respaldo. La gente lo miró, tal vez extrañada de que alguien de su edad adoptara tal postura, pero éste hizo como si no fuera con él. Cuando era más joven los mayores también le recriminaban, unas veces de manera educada y otras con peores formas, que se sentara de ese modo en los bancos del barrio y nunca le importó demasiado. “Luego vengo yo y me mancho”, le solían reñir sin lograr arrancarle ese gramo de sensatez y civismo impropio de su edad.
Sacó del bolsillo izquierdo de su americana una bolsa de pipas. Arrancó de un bocado un trozo de plástico y se echó un puñado en la mano derecha. Con el estilo de antaño y a una sola mano se las fue pasando a los labios una a una para, aplicando después la presión justa con sus dientes, hacer saltar la cáscara y de un soplido lanzarla bien lejos. El placer orgásmico de masticar cada una de las semillas le transportó a un lugar llamado niñez para quedarse.
Le daba igual ver como la gente se daba poco a poco la vuelta para mirarle. En pocos minutos notó veintinueve mil pares de ojos que le observaban. El espectro de rostros iba desde los de asombro a los de mofa pasando por las muchas caras de indignación. Algunos, entre los cuales él mismo, aún seguían el juego. De poco le importaba que el equipo de sus amores se estuviese jugando el descenso en la última jornada, de poco que poseyera el cincuenta y un por ciento de las acciones del club y que los que tenía más próximos, mientras le agarraban de la manga, le dijesen eso de “Señor presidente, bájese de ahí que está haciendo el ridículo. Compórtese, que hay muchas cámaras, y por favor deje de lanzar cáscaras al primer anfiteatro.” El palco del estadio se había transformado en el banco de su barrio. Ojalá estuviesen allí sus amigos.