¿Y sentarse en un banco sobre
el respaldo, con los pies en el asiento? En efecto, ése era uno de los
pasatiempos más frecuentes. Con la mirada perdida a lo lejos, sentarse a esperar
a que llegaran los amigos del barrio con los que habían quedado a una hora
indeterminada o con quienes ni siquiera habían quedado. Se sabía simplemente
que aquél era el lugar de encuentro y que en algún momento de la tarde alguien
se pasaría por allí y se detendría a saludar. Tal vez tuvieran prisa, deberes
por hacer o la cena puesta en la mesa, pero acabarían quedándose hasta que
algún hermano o vecino les trajera el informe materno acerca de lo que les
pasaría si no volvían pronto a casa.
El respaldo del banco, frío y
afilado como la hoja de un sable, iba poco a poco llenándose de culos de niño como
los cables de teléfono se llenaban de patas de pájaros que, al igual que ellos,
habían decidido pasar allí la tarde. El banco, normalmente mutilado por alguno
de sus extremos y en cuya piel, pintada de un verde desesperanza, podían leerse
los tatuajes que algún adolescente había dedicado a su novieta o que algún
gamberro había dedicado a su peor enemigo de entonces, solía guardar
celosamente las confidencias de cualquier miembro del grupo. Las intensas tertulias
futbolísticas, en las que solía irles la vida, acababan a menudo en bronca de
rápido efecto cicatrizante.
Si el aforo de la segunda
gradería se iba llenando, había quien solicitaba la posibilidad de sentarse del
modo en que lo hacían los mayores, es decir reposando las nalgas sobre el
asiento previamente pisando por un número indeterminado de “bambas”, que
normalmente coincidía con el resultado de multiplicar por dos los amigos que estaban
o habían estados sentados sobre el respaldar. De todos modos, las víctimas de
aquel overbooking doméstico preferían
la opción de quedarse de pie toda la tarde. Sentarse en la fila de abajo,
además de contraproducente para la culera del pantalón, solía traer como
consecuencia la recepción de collejas anónimas o el entierro entre cáscaras de
las pipas que los integrantes del palco VIP consumían cual cacatúas.
Era por lo tanto mucho más
adecuado permanecer en pie, aguardando simplemente al acecho a que alguno se
levantara por incauto o porque hambriento tenía pensado acudir a la tienda de
chucherías. Era el momento en que cualquier niño de barrio sabía que debía
abalanzarse hacia el hueco que su amigo había dejado libre. Si por alguna razón
alguien se adelantaba, el derrotado debía dejar claro que no estaba interesando
en el puesto. Era hora de sacar orgullo de barrio.
Y en esa misma posición,
cincuenta años después y en condiciones tal vez distintas, volvió a
encontrarse. Era domingo, un día en que la gente se libera del corsé de la
semana, así que decidió que sería un buen momento para conectar con el niño que
aún le habitaba dentro. Puso el pie derecho en el asiento y su zapato de
persona adulta dejó una marca. Se alzó y colocó su trasero en el borde del
respaldo. La gente lo miró, tal vez extrañada de que alguien de su edad adoptara
tal postura, pero éste hizo como si no fuera con él. Cuando era más joven los mayores
también le recriminaban, unas veces de manera educada y otras con peores formas,
que se sentara de ese modo en los bancos del barrio y nunca le importó demasiado.
“Luego vengo yo y me mancho”, le solían reñir sin lograr arrancarle ese gramo de
sensatez y civismo impropio de su edad.
Sacó del bolsillo izquierdo de su
americana una bolsa de pipas. Arrancó de un bocado un trozo de plástico y se
echó un puñado en la mano derecha. Con el estilo de antaño y a una sola mano se
las fue pasando a los labios una a una para, aplicando después la presión justa
con sus dientes, hacer saltar la cáscara y de un soplido lanzarla bien lejos.
El placer orgásmico de masticar cada una de las semillas le transportó a un
lugar llamado niñez para quedarse.
Le daba igual ver como la gente se
daba poco a poco la vuelta para mirarle. En pocos minutos notó veintinueve mil
pares de ojos que le observaban. El espectro de rostros iba desde los de
asombro a los de mofa pasando por las muchas caras de indignación. Algunos, entre
los cuales él mismo, aún seguían el juego. De poco le importaba que el equipo
de sus amores se estuviese jugando el descenso en la última jornada, de poco
que poseyera el cincuenta y un por ciento de las acciones del club y que los que
tenía más próximos, mientras le agarraban de la manga, le dijesen eso de “Señor
presidente, bájese de ahí que está haciendo el ridículo. Compórtese, que hay muchas
cámaras, y por favor deje de lanzar cáscaras al primer anfiteatro.” El palco del
estadio se había transformado en el banco de su barrio. Ojalá estuviesen allí
sus amigos.