Querido diario, tendrás que
volver a perdonarme. Sé que varias hojas atrás te prometí que no volvería a
hacerlo, pero ya sabes que es uno de mis puntos débiles: no lo puedo evitar.
Pensarás que últimamente sólo acudo a ti para soltar lastre y contarte estas
desgracias, pero al fin y al cabo estás para esto.
En fin, no creo que nadie pueda
acusarme de nada. Lo llevé a cabo al final del último servicio, cuando aquel
tipo se quedó solo tras despedirse de quien parecía su amigo, justo una parada antes
del final de línea. Para cuando entré en cochera, el vehículo estaba totalmente
limpio. Con lo que más tuve que esforzarme fue con los restos de sangre de la
ventanilla. No me quedó más remedio que fregarlo todo con las luces del autobús
apagadas, aparcado tras la fábrica abandonada que aún se mantiene en
pie al final del polígono industrial del puerto. Estoy sin embargo casi seguro
de que a plena luz del día tampoco se apreciará nada. Es más, con un poco de
suerte la brigada de limpieza habrá pasado por mi vehículo antes de que
amanezca y entonces ya sí que no habrá vuelta atrás. Las manchas de pisadas,
las huellas dactilares en las barras de sujeción y el cóctel de olores de los
nuevos usuarios, a medio camino entre el perfume y el sudor, proporcionarán la
coartada perfecta para este nuevo ajuste de cuentas.
¿El cuerpo? Donde los tres
anteriores. Al paso que van las obras en este país, los crímenes habrán
prescrito para cuando alguien decida meter excavadora en esos cimientos.
Lo sé: no debería abusar de mi
suerte, pero sabes que no lo puedo evitar. Que sí, tal vez algún día me pillen,
¿pero qué puedo hacer yo? Para mí es importante, muy importante, y la gente no
lo entiende. Unos y otros no dejan de traspasar una y otra vez la delgada línea
que divide las conversaciones privadas, en las que sé que no debería meterme,
de los temas importantes y que afectan a todo el mundo. ¡Y qué demonios!, hay
cuestiones que no se deben tratar en público y mucho menos en un autobús
atestado de pasajeros. ¿Qué osadía la suya!
Sé también que es la segunda vez
que me pasa en lo que llevamos de mes, pero había estado bastante calmado estos
últimos tiempos, desde el verano si no recuerdo mal. En efecto, fue la noche
del tres de julio. Es cierto, querido diario, esa vez no te la conté. Pero es
que me dio mucha vergüenza y no me apeteció dar detalles.
En aquella ocasión no estaba
trabajando. Era sábado e iba caminado por el bulevar. En las manos llevaba
cuatro bolsas, pues había pasado toda la tarde de compras con Juani. Nos despedimos
y yo me dirigí al metro, con tan mala suerte que en un semáforo en rojo se detuvo
a mi lado una chica joven que iba conversando por teléfono. Enseguida intuí de
lo que estaba hablando y, desesperado, intenté huir del lugar. Pero al mirar a
un lado y a otro para buscar una salida rápida y disimulada, me encontré con
que la gente se había agolpado a mi alrededor. Con lo que me gustan, estoy
empezando a odiar las rebajas precisamente por la cantidad de gente que inunda
las calles. En fin, que no di con ninguna escapatoria eficaz. El único sitio
por donde podía escabullirme era hacia adelante, pero los coches que pasaban
como centellas lo desaconsejaban.
Habiéndose producido lo
inevitable no tuve más remedio que seguir a la chica. Afortunadamente no fue muy
lejos. Aprovechando que seguía colgada del móvil y su atención estaba algo
distraída, la perseguí bien de cerca. Siete manzanas después dobló hacia un
callejón, se despidió efusivamente de su interlocutor y buscó las llaves dentro
de su bolso. Yo reduje la marcha; no quería que notase mi presencia. La calle,
demasiado oscura y deshabitada para mi gusto, me valió esa vez para llevar a
cabo mi plan. En cuanto oí el clic de la llave accionado la cerradura corrí y
me abalancé sobre ella para empujarla, puerta y todo, hacia el interior de la
portería. Entre el estruendo caímos rodando al suelo, la luz interna por suerte
aún apagada, y mis manos agarraron el joven cuello con la fuerza con que acostumbran
a asir el volante del autobús. Fue rápido y por fortuna inadvertido. Los
vecinos debían de estar aún de compras, qué sé yo, y pude salir de aquel portal
con la sensación de que se había hecho justicia nuevamente.
Es la misma sensación con que he llegado
esta noche a casa tras acabar mi turno. El sentimiento de que un acto así no debe
quedar impune, de que la gente no puede andar por ahí haciendo lo que le viene
en gana. ¿Qué pasa, que porque sólo sea el conductor del autobús no tengo
sentimientos? Pues sí los tengo, a mí también me molesta que la gente me revele
los finales de mis series favoritas.
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